lunes, 7 de abril de 2025

Amor y fe (V)


 

En fin, dispuesta a quemar etapas, tomé las riendas del asunto, no nos fuera a llegar el fin del mundo y yo sin conocerle bíblicamente. Una tarde en mi casa le quité los pantalones y la camisa y yo me deshice de todo lo que llevaba encima, cosa que no pareció desagradarle. Puso cara de niño travieso cuando me vio las tetas y luego se perdió entre ellas ni sé el tiempo. Esto va, pensaba yo. Se quitó los calzoncillos y por fin pude verlo como su madre lo parió. Su pecho acogedor, tripa suave, las piernas largas y velludas, culito de bocadito y su pene encantado de verme por fin sin velos interpuestos.

Lenta, concienzudamente, puso manos a la obra y trazó con pulso firme un mapa de mi cuerpo, besando cada pliegue, repasando cada poro, deteniéndose en mis montañas y en mi húmeda fuente, midiendo mi piel centímetro a centímetro. Nunca nadie me había recorrido con tanta dulzura y parsimonia. Estaba rendida, en sus manos, presta a ser suya. El seguía estudiándome como un alumno aplicado, conocedor del cuerpo de una mujer y receptivo a mis respuestas. En esta lluvia de caricias estuvimos hasta que de repente dijo que era tarde y que se tenía que ir. Otra vez me dejó con la miel en los labios. Pensaba que acabaríamos haciendo el acto y todo quedó en un entreacto. Otra vez tuve que dormir sola por culpa de uno de esos mandamientos que algún profeta con el cerebro frito por el sol había mandado guardar so pena de arder en el infierno. Mientras, yo ardía sola en mi cama.

Que una mujer hecha y derecha como yo se dedicara a estas alturas de la película a las caricias y arrumacos ad nauseam era algo hasta chusco, pero había que respetar las convicciones de mi amorcito y no forzar la máquina. Además, a saber qué cargos de conciencia le estarían corroyendo por dentro, enfrentado a su deseo de vivir cristianamente y a las ganas de vivir en pecado junto a mí. Aun así, seguí empujando en nuestros juegos a ver si avanzábamos. Ni abrió la boca para rechistar cuando le propuse el sexo oral, comprobando que también en esta disciplina no era un recién llegado, lo cual me complació mucho. Ya metidos en harina acabamos masturbándonos mutuamente, con lo que parte de la tensión sexual que flotaba en el aire se diluyó un poco. La cara de felicidad que puso Sebas después de que yo le diera a su zambomba me decía que su lívido andaba muy revuelta también, por mucho que sus creencias le dijeran que no.

lunes, 24 de marzo de 2025

Amor y fe (IV)


 

Aunque no muy puesta en el dogma, ya sabía que había no sé qué mandamiento que ponía bastante difícil lo del sexo, por lo que no me extrañó que mi Sebas no se mostrara muy interesado en un principio. Era algo que hasta me halagaba, cansada de que los tíos te vean solo como un agujero a tapar nada más. Pero dos meses estuvimos hasta que me dio el primer beso, que ya llegaba un momento en que se nos acababan las palabras, pero ninguno pasaba a la acción, y yo menos, no fuera a asustarlo al pobrecito. Fui sonsacándole que no estaba en contra de las relaciones prematrimoniales (¡menos mal!) siempre que fueran responsables y guiadas por el amor, a lo cual no pude más que decir amén. Pero después de apuntarle de que ese bien podría ser nuestro caso, tuve que echar mano de todas mis armas de mujer para que se me acercara un poco. Cuantas más largas me daba, más me excitaba. Le sometí a un marcaje cuerpo a cuerpo, teniéndolo a menos de treinta centímetros de mis tetas o de mis caderas continuamente, echándome en su regazo, jugando con sus rizos, masajeándole la espalda. Tras arduos trabajos en los que ardía de gozo al verle tan seráfico e indefenso, empezó a poner las manos sobre mi cuerpo, primero como sin querer y luego como queriendo.

Lo consideré una victoria absoluta el día que por fin me entregó su boca, aunque descubrí un poco confundida que besaba con mucho estilo, que no era la primera, ni mucho menos, que arribaba a sus labios. Pero yo no buscaba ninguna virginidad chorra sino un hombre que me amara, y Sebas, aunque algo pacato y pasado de moda, iba por ese camino.

Tras el primer beso creí que las cosas irían rodadas, pero no. Empezamos a vernos en su casa o en la mía y nos demorábamos tardes enteras en sinfonías de besos, caricias y susurros. A veces bailábamos abrazaditos con Frank Sinatra cantando solo para nosotros, levitando mientras colgaba de su cuello. Luego, cuando el sol se iba, un té a la luz de las velas o poemas de Tagore leídos en el sofá hechos un ovillo, y otras veces le daba una paliza al backgammon oyendo a Duncan Dhu. Pero de sexo nada de nada. Toda la vida pensando que eso de los amores platónicos era un invento del Corte Inglés para vender más colonias, y ahora me doy de bruces con uno que me admira, pero nada más. Que conste que yo estaba encantada de que me tratara como una princesa, que me dijera que me amaba y que era la mujer de su vida y que no había habido ni habría otra como yo por esta parte de la galaxia, y que si patatín y que si patatán, pero llevar más de cuatro meses sin sexo al lado de un yogurcito como ése era demasiado para un cuerpo como el mío, acostumbrado a darle su ración de vicio en cuanto me lo pedía. Así que algunas noches despertaba en mi cama abrazando la almohada y ardiendo, no por el calor, y en algún sueño loco me lo follaba vivo en la sacristía de su querida parroquia, llegando a correrme toda. Es lo que tiene el amor.

lunes, 10 de marzo de 2025

Amor y fe (III)


 

Cuando has llegado a ese punto en que crees que ya no habrá hombre que te haga daño porque no piensas volver a enamorarte, justo aparece uno como Sebas para echar tus planes por tierra. Y es que era una joya. Un poco caballero a la vieja usanza, de los que te iba abriendo las puertas y regalando flores. Un poco quijote, ayudando a críos imposibles, visitando ancianos solitarios o de monitor en la parroquia. Un poco artista, con esas canciones cursis para cantar al calor de la hoguera en las noches de acampada. Sebas trasmitía una alegría tranquila, una felicidad sin sobresaltos, supongo que asentada en la fe en su Dios y en sus creencias, que una cínica como yo no pensaba que quedara todavía suelta por ahí.

Pensaba que los católicos que quedaban cogían todos en la plaza de San Pedro, que era un comecocos en el que la gente ya no caía desde la época de nuestros abuelos. Pero descubro que uno de ellos era un tipo encantador, que me trataba como una reina, que era idolatrado por jóvenes y viejos en su parroquia, siempre dispuesto a echar una mano a quien lo necesitara, siempre vital y positivo. Hasta empezó a caerme simpático el papa de Roma, a pesar de que su guardarropa dejaba mucho que desear. Además, mi Sebas tenía un exquisito tacto en lo de sermonearme, aunque no dejaba pasar la oportunidad de ponerme al corriente sobre los misterios de su fe, por los que yo pasaba de puntillas. Desde la primera comunión, pecadora de mí, no había vuelto a pisar una iglesia más que para bautizos, bodas y demás, o cuando estás de viaje y visitas la típica iglesia románica mientras haces tiempo hasta que abren el bar de la esquina.

En su compañía y de manera imperceptible, empecé a rebajar el contenido sarcástico y cínico de mi lenguaje, que, aunque Sebas decía que tenía un sentido del humor muy mío, bien me daba cuenta que no estaba acostumbrado. Yo que siempre veía dobleces y conspiraciones a mi alrededor, junto a él bajé la guardia, pues todo lo que me enseñaba era tal como lo mostraba. A su lado todo parecía sencillo y diáfano, el mundo siempre ofrecía su lado más amable.